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Chipiona es un lugar pobre. Y no me refiero ni a la condición material, física, meramente geográfica, de lugar, ni tampoco a la primera acepción de la palabra pobre en el DRAE, sino a la segunda y a la sexta: escaso, insuficiente; corto de ánimo y de espíritu. Dándole un tour de force al vocablo, podría aludir a la tercera de sus acepciones auxiliares: que voluntariamente se desapropia de todo lo que posee, como hacen los religiosos con el voto de pobreza. Efectivamente, estoy diciendo que Chipiona, como ágora pública habitada por hombres -no por vacas, ni por maleza, ni por árboles y gaviotas, sino por personas que interactúan, crean, sienten y se expresan- es un lugar común que ha renunciado desde hace mucho tiempo a esa riqueza cultural intrínseca a su condición de aduar urbano y se ha puesto en manos de un demiurgo folclórico que engulle todo relato que intenta respirar fuera de él.

 En Chipiona puede decirse que se da el mismo fenómeno que también afecta a otras poblaciones próximas, no sólo en kilómetros, sino también en contexto. Como Sevilla, por ejemplo. O Cádiz, por citar las dos ciudades que ejercen capital influencia en la Andalucía occidental. En ese sentido, además de pobre, Chipiona es, también, gregaria, puesto que padece una aculturación que amenaza con ser incurable. Como Sevilla con la Semana Santa y Cádiz con el carnaval -y aquí podríamos extendernos también hasta Huelva y El Rocío, por aquello de la sinergia folclórica de las tres provincias más inequívocamente unitarias del sur de España-, Chipiona reproduce, en infausta imitación de modos culturales, la misma obsesión avasalladora con una sola manifestación de la cultura popular. En este caso, con la misma que Cádiz, lo que viene a redondear el carácter secundario de Chipiona, que es pobre, gregaria y, además, carente de toda originalidad. Sí, estoy hablando del carnaval.

El carnaval está en la pole position de la parrilla de salida del calendario folk. Tras febrero viene marzo, y a Perogrullo lo acompaña la belicosa pasión cristiana, las romerías lúdico-festivas y las ferias, que ya, a fuer de repetirlo cada año, vienen como vendidas en lote. Uno compra abonos de temporada: deme una entrada general para las ferias. El carnaval, no obstante, o los carnavales -en Chipiona todo tiende a alargarse hasta el plural, incluso la Navidad, como una deformación cultural que quisiera estirar los días de ocio y rosas hasta un infinito feliz y naïf que evitase regresar a la realidad de lunes fríos y colas en el paro- se ha instalado en el subconsciente colectivo de la gente como una fecha sagrada e intocable, sobre la que no cabe disensión posible. Y es curioso este matiz de teocrática medievalidad con la que se ha revestido ahora una festividad que nació, precisamente, como una de las pocas válvulas de escape que tenía la turba para desembuchar la lengua y satirizarlo todo sin que autoridad terrenal alguna pusiera freno a su descontrol en los días previos a la cuaresma. Una de las particularidades que devengan de esta supremacía rayana en lo totalitario del carnaval en la palestra pública chipionera es el bizantinismo de sus disputas internas: el carnaval es una fábrica industrial que expulsa por sus chimeneas toda suerte de disensiones baladíes cuya tensión se eleva histriónicamente. Hay algunas trifulcas entre grupos de cabalgata, o entre algunas comparsas y chirigotas, que dejan la disputa del Corredor de Danzig en una mera partida de Risk. Desde una posición neutral, todo esto, absolutamente baladí, desvirtualiza lo que en su origen fueron las carnestolendas y el sello irónico, profundamente crítico y subversivo, que tuvieron cuando eran el único salvoconducto para mofarse de los clérigos con tonsura.

Precisamente ahora, al ser una fiesta institucional y hegemónica, su función corrosiva se ha evaporado. ¡Nada más banal y carente de riesgo que pronunciarse en una fiesta cuyos resortes ya forman parte de un atrezzo gigantesco!

El folk, en Andalucía, es belicoso. Si en Sevilla lo sacro impide la generación de cualquier otro tipo de manifestación cultural por la simple acumulación de recursos públicos y privados, en Chipiona fagocita todo esfuerzo intelectual. Me abruma, por obscena, la servidumbre municipal de todos los ayuntamientos democráticos hacia una fiesta que, cuando el último rey mago se esconde el 6 de enero, invade de pronto todos los espacios de reflexión, creación y difusión como la Werhmacht desparramándose por Bélgica. Dejando a un lado la afición, naturalmente legítima, que cualquier individuo puede sentir hacia el carnaval, y soslayando, por obvia, la condición motriz de esta fiesta en la maltrecha economía local, reivindico desde aquí la búsqueda fordiana de territorios libres al oeste del Mississippi. Convertir el carnaval en un frontón monolítico donde muere cualquier iniciativa alejada de lo mainstream es un paso -que lleva algunos lustros dándose- muy decisivo hacia la inanición cultural. Caminamos rumbo a un mundo donde la creatividad marcará la diferencia entre la riqueza y la carestía, entre la prosperidad y lo mediocre. No parece, en absoluto, muy inteligente despojarse de todo el material humano (rasgo definitivo que delimita la ciudad en medio del desierto) que habita en las minúsculas tierras de nadie, y que en Chipiona sólo hacen fotosíntesis cuando les deja la gota fría del carnaval.

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