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WhatsappA veces me acuerdo de los tiempos en que uno no sabía que algo como Facebook o Whatsapp o Twitter podría existir, un tiempo maravilloso en que el propio tiempo se afrontaba con más tranquilidad, en que no sentíamos más ojos en el hueco de la espalda que los de nuestros seres más cercanos y los móviles no devoraban la luz de los enchufes como bebés hambrientos. Por entonces, yo solía recibir en mi correo mensajes-cadena, esos que subsistían a base de propagarse de arroba a arroba, dejando en las puertas de miles de direcciones virtuales powerpoints con fotos de lugares lejanos, frases de artistas muertos, o luctuosos lamentos por la posible muerte de un niño hospitalizado o por los ingredientes cancerígenos de la Coca-Cola.

En aquellos días, mis padres seguramente pensarían que pasaba demasiado tiempo con el ordenador y que debería abandonar esas chiquilladas por otras actividades más fructíferas. Para ellos el ordenador era un instrumento de trabajo, no una excusa para perder las tardes. Pasaron los años, llegaron las redes sociales y mis padres -y con ellos, imagino, los padres de mis amigos y de los amigos de mis amigos- siguieron manteniendo una distancia de seguridad con aquel mundo que, para ellos, era tan desconocido e ininteligible como los petroglifos de una civilización perdida.

De ahí mi sorpresa cuando empecé a ver signos de lo contrario en el comportamiento de esos señores que me pagan la vida. Poco a poco empecé a recibir correos de mis tías, exactamente aquellos que yo en su día recibía y reenviaba y que, por fortuna, creía haber dejado atrás sin remedio. De algún modo silencioso y secreto, esos mensajes habían pasado meses flotando en la nada, esperando el momento de pasar a otros cuerpos y otras mentes, esta vez de personas ya creciditas. Lo que mis padres pensaban y yo pienso que eran chiquilladas, esos mensajes absurdos sobre terroristas compasivos que informaban a alguien de algún atentado próximo o los efectos nocivos del wifi, ahora eran parte de la vida privada y, por ello, la más genuina, de personas de cuarenta, cincuenta, sesenta años.

Entonces llegó Whatsapp y se terminó de liar.

¿Qué está pasando? Uno solía pensar que eran los jóvenes los que seguían los pasos de sus padres, y ahora la realidad se encarga de darle la vuelta a todas esas convicciones. Parecen ser los padres los que, en un inesperado giro del guión, no sólo han aceptado el poder de procrastinación de las nuevas tecnologías: se han convertido en sus nuevos apóstoles. El otro día mi padre me enseñó el móvil y me dijo: «Mira, te vas a reír». Me reí, por supuesto, igual que me había reído la primera vez que vi ese vídeo, diez años atrás.

El mundo está cambiando, y son Internet y sus tentáculos los que nos marcan el tiempo y nos empujan o nos frenan a su antojo. Imagino que, de aquí a diez años, serán nuestros padres los que dominen Facebook. Y Twitter. Y Whatsapp. Y nosotros los miraremos favearse y megustarse y seguir enganchados la última serie de HBO. ¿Qué haremos nosotros? Probablemente mirar asombrados a nuestros propios hijos, sabiendo que cuando al fin creamos estar a su altura ellos estarán mil pasos por delante, sintiendo nuestros ojos en el hueco de la espalda.

 

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