Ya es verano. Otra vez. La rueda ha vuelto a girar dejándonos en el punto de partida, porque los años en Chipiona no comienzan el 1 de enero. Cada verano es una nueva primavera, el inicio de una reluciente amistad con la vida. Se nos es concedida una segunda oportunidad cada mes de julio, como si no importase nada de lo anterior. Como si no acabase nunca. Pero cuidado. Cuidado con el sol. Hasta Ícaro se quemó, y eso que él volaba como las avionetas que anunciaban la indignación de Rumasa sobrevolando la playa de Regla. El sol, como la vida, envejece, y los veranos también comparten esa cualidad avejentadora y no sólo sobre la piel del hombre. Amarillean el pelo y acartonan los cuerpos, aunque algunos digan que, en realidad, su acción es bronceadora. Hay una línea muy delgada entre lo bronceado y lo amarillento, y lo que separa no es baladí: uno es vida, el otro es muerte, pero ambas forman parte de la naturaleza bipolar del ser humano y, naturalmente, del verano. Y del sol. Ya está aquí el verano, otra vez, aunque nos mesemos las barbas y nos rasquemos el pelo preguntándonos si los mejores veranos de nuestras vidas no habrán pasado ya. Vuelve el verano y con él la sensación de irrealidad contenida en cada mañana, en cada tarde, en cada noche de brisa fresca. Es un paréntesis, un tiempo al margen. Un apéndice que el año se abre a sí mismo, en el que cabemos todos en un eterno Regreso al Futuro. Dicen que montar en bicicleta es una de esas cosas que se aprenden para siempre, y volver al verano cada mes de julio es como subirse en el patín de Marty McFly. Pero cuidado con el sol. Que quema.
Fotografía: Curro Rodríguez.