El río Guadalquivir es, desde que la primera nave negra fenicia arribase a la bahía de Cádiz con Herakles en el velamen y la bodega cargada de Oriente, el umbral de la civilización en el sur de España. Acunó el fabuloso reino de Tartessos; Roma construyó una provincia en torno suya; fue la escalera por donde terribles vikingos subieron y bajaron a la Sevilla omeya en lo que tarda en rezarse un avemaría; por él se colaron aguerridos marineros cántabros hasta la puerta misma de la Torre del Oro, y fue la arteria femoral por donde el corazón del imperio de los Austrias se llenaba del oro y la plata de América. Ahora, trasladado el centro de gravedad del mundo occidental desde el Mediterráneo al Atlántico Norte, el Guadalquivir amenaza con convertirse en una autopista comercial desde Sevilla hacia el Estrecho, cuyo peaje, naturalmente, no sólo lo van a pagar los agricultores de su ribera, los linces de Doñana y toda la población de un valle que vive de espaldas al río. También abonarán la factura los habitantes del Golfo y la Bahía de Cádiz, y más allá, todo el Campo de Gibraltar que vive, cual enfermo agarrado a su última bombona de oxígeno, enganchado a la prosperidad del puerto de Algeciras. Esta puerta abierta a un nuevo modelo económico que puede desequilibrar definitivamente el precario estado de cosas en la Andalucía occidental tiene ya, incluso, un pomposo nombre: la Eurovía del Guadalquivir.
Así se llama el proyecto de profundización del calado del río que impulsa denodadamente la Autoridad Portuaria de Sevilla desde 1999. Un proyecto que pretende hacer parkour sobre el valle del Guadalquivir: literalmente, enderezar su curso y soslayar los ochenta kilómetros que separan el puerto sevillano de Sanlúcar de Barrameda, aumentando, al tiempo, el calado del río para permitir el paso de buques de gran tonelaje. El primer paso de esta obra de ingeniería mastodóntica fue la inauguración, a comienzos de 2010, de la nueva esclusa del puerto de Sevilla. La Puerta del Mar supuso la inversión de casi 170 millones de euros. Trescientos mil metros cúbicos de hormigón, diecinueve mil toneladas de acero y un millón de metros cúbicos de relleno necesitaron los cuatrocientos cincuenta metros de largo, cuarenta de ancho y veinte de largo de esta mole que, a modo de gigantesca Puerta de Jerjes moderna, convertirá Sevilla en una nueva Persépolis; una Babilonia cañí donde confluyan, tras cada una de sus cuatro puertas de ochocientas toneladas cada una, buques de hasta veinte mil toneladas y doscientos noventa metros de eslora. Rascacielos flotantes como el Azamara Journey, crucero de lujo que ya visitó la ciudad en 2012, y embarcaciones colosales que eleven la categoría del puerto sevillano y lo sitúen en la primera línea mundial. Sin embargo, tres años después de la puesta en marcha de la nueva esclusa, esta continúa funcionando a un treinta por ciento aproximado de su capacidad total. Y aquí llegamos al nudo gordiano de la cuestión del dragado.
El dragado del río Guadalquivir es una partida de ajedrez cuya reina es la Eurovía fluvial hasta el Océano y cuyo rey, por supuesto, es la reubicación del Puerto de Sevilla en los terrenos adyacentes a la nueva esclusa, los de la finca El Copero. Buena parte de las cuarenta mil hectáreas de esta antigua base de infantería aerotransportada del Ejército de Tierra -que aún hoy sigue conservando un cuartel- fueron recalificadas durante la primera legislatura del Gobierno de José María Aznar. El propósito, a largo plazo, era el de instalar en estas tierras, situadas entre Dos Hermanas, la autovía y el Guadalquivir, un macropuerto fluvial. Con este fin se comenzó a ejecutar la obra civil, de alcantarillado y depuración de aguas. Detrás de este movimiento se aventuran operaciones urbanísticas con el caramelo del suelo que ocupa actualmente la Autoridad Portuaria sevillana y los viejos astilleros: imagínense, cientos de hectáreas de uso administrativo e industrial, al otro lado de La Palmera y hasta casi la misma Torre del Oro puestas, de repente, en el mercado. En circulación. Uno puede imaginarse a Nucky Thompson, Johnny Torrio y Arnold Rothstein brindando con champán en mitad de tan suculento banquete inmobiliario, con las escrituras a nombre de administraciones locales cuya misma naturaleza es efímera. Y por lo tanto, voluble, susceptible de ser enjugada de la forma adecuada, por las personas adecuadas, como ejemplifican tantos municipios de la costa mediterránea española.
El caballo de esta partida de ajedrez cuyo desarrollo se asemeja al de una lenta y tortuosa guerra de trincheras, es la Zona Franca de Sevilla. Aprobada el pasado 31 de julio por el Boletín Oficial del Estado, un día después de que el alcalde popular de Sevilla, Juan Ignacio Zoido, y el ministro de Hacienda y Administraciones Públicas Cristóbal Montoro sellaran el acuerdo en Madrid, viene a ser el regalo -tardío- aparejado a la recalificación de los terrenos de El Copero. La Zona Franca sevillana vendría a instalarse en setecientos veinte mil metros cuadrados de dominio portuario en la nueva -aún futura- ubicación de la Autoridad Portuaria de Sevilla, junto a la nueva esclusa. Junto a la de Cádiz, sería la segunda área de entrada y salida de mercancías libre de carga impositiva en toda Andalucía. Sin embargo, también supondría la muerte por garrote vil de su prima hermana gaditana. Las previsiones más optimistas, auspiciadas por la patronal sevillana, la Cámara de Comercio, las delegaciones sevillanas de UGT y CCOO y, por supuesto, la Autoridad Portuaria y el PP de Sevilla, aseguran que el aterrizaje del duty free traerá consigo alrededor de veinte mil puestos de trabajo a la capital de Andalucía; aproximadamente mil ciento quince millones de euros anuales; el tráfico de casi dos millones de toneladas de mercancías pesadas al año y cincuenta grandes empresas dispuestas a invertir en Sevilla. Mas, la estadística, irrefutable ciencia que ajusta el relato onírico a la tozuda realidad, dice que en los seis últimos años el movimiento de mercancías anuales en el Puerto de Sevilla ha descendido: de los 5,4 millones de toneladas de 2006, a los 4,61 de 2011 y los 4,59 de 2012, años en los que ya estaba en funcionamiento la nueva esclusa.
El trasfondo de la Zona Franca de Sevilla se muestra diáfano: reconvertir el puerto hispalense, en la actualidad un muelle menor, de tráfico nacional basado principalmente en chatarra y minería básica, en lo que hoy son Cádiz y Algeciras. Grandes contenedores procedentes de América, África y Asia, y cruceros cargados con hordas de guiris embriagados de capitalismo feroz. La circunstancia, no obstante, es que en Cádiz el maná de Moisés es cuantificable: ochenta y tres empresas operan ahora mismo en su Zona Franca, y en total, dos mil son los empleos directos que genera dicha actividad. Muy lejos de los veinte mil que pregona la Plataforma Eurovía del Guadalquivir. De cualquier manera, la torre es la que agita con premura el desenlace de la partida: los promotores del dragado necesitan su aprobación oficial antes de que finalice 2013. De lo contrario perderán la co-financiación europea del proyecto: treinta millones de euros que se perderán como lágrimas en la lluvia si el Gobierno de la Nación no autoriza esta obra faraónica.
Pero el rey de esta partida lleva puesto en jaque desde 2010. Sin dragado de profundización del calado del río, la multimillonaria esclusa de Sevilla se queda como centinela perdida en mitad de un páramo, inservible y desaprovechada, y la Zona Franca, sin Eurovía, no es más que un castillo de naipes levantado encima de un BOE. Doñana es el alfil que se come a la torre, al caballo y a la reina. El río hoy es, en palabras de Eduardo Bueno -presidente del Club de Actividades Náuticas Deportivas de Chipiona y activo defensor de la recuperación integral del estuario del Guadalquivir- un “estercolero”. A pesar de que todos los municipios que jalonan el curso de sus aguas lo utilicen como un mero basurero natural donde arrojar la inmundicia de sus asentamientos urbanos, la presencia de Doñana en la orilla de enfrente lo cambia todo. En 2010, la propia Plataforma Eurovía del Guadalquivir encargó un informe de impacto medioambiental a un Comité Científico compuesto por expertos del CSIC y científicos de la Universidad de Córdoba y Granada. Los resultados no pudieron frustrar más a los promotores del mismo. Se concluyó que se desaconsejaba el dragado de profundización “por repercutir negativamente en la dinámica, morfología y biodiversidad del estuario, y por tanto, de Doñana.” Esta conclusión tiene un papel determinante en la historia del dragado, puesto que fue asumida y adoptada tanto por el Consejo de Participación de Doñana, por la Junta de Andalucía, por el Ministerio de Medio Ambiente y por la Comisión Europea. Y, también, por la UNESCO, cuya misión internacional visitó Doñana en 2011 y determinó que “no se debe acometer el dragado hasta que se lleve a cabo un plan de gestión integrada del estuario del Guadalquivir”. Exactamente lo que llevan años proponiendo quienes conocen bien el río, la desembocadura y su degradación, como Eduardo Bueno, quien lamenta la dejadez tanto institucional como social respecto al Guadalquivir y quien ironiza, fatalista, que “lo mejor que podrían hacer con el río es pavimentarlo y convertirlo en autopista”. Este año, no obstante, la Sesión del Comité de Patrimonio Mundial de la UNESCO celebrada en Phnom Pehn, Camboya, fue más contundente: instó “con urgencia” a las administraciones españolas a “no permitir el proyecto de dragado de profundización del Guadalquivir”, so pena de despojar a Doñana de su condición de Patrimonio de la Humanidad, de la que goza desde 1994.
El dragado, pues, continúa oficialmente paralizado, aunque desde Madrid el Gobierno se muestre renuente a afirmar categóricamente su rechazo al mismo. Esta relativa ambigüedad da alas a la Autoridad Portuaria de Sevilla, a pesar de que el proyecto, en sí mismo, mantiene dividido al propio Partido Popular andaluz y a los dos grandes sindicatos: una división que corresponde con la geografía. Por un lado, Cádiz, el valle del Guadalquivir, y Huelva. Por el otro, Sevilla capital. La creación de la Zona Franca sevillana y la ejecución del macropuerto fluvial condenarían al ostracismo definitivo a Cádiz, cuya provincia ya soporta los índices de paro -total y juvenil- más altos de España. En la ribera del río, los arroceros también se levantan en pie de guerra contra un proyecto que cegaría los acuíferos que riegan sus cultivos, auténtico motor económico de numerosos pueblos del cauce del Guadalquivir. A pesar de todo, a día de hoy aún es posible contemplar el dragado de mantenimiento que se viene realizando desde hace meses desde Coria del Río hasta la broa de Sanlúcar. Cada mañana una inmensa draga desciende el curso del río hasta la restinga de El Perro, abriendo frente a Chipiona unas compuertas por donde se desparraman sedimentos minerales milenarios, procedentes de la cuenca del Guadaquivir: cientos de millones de partículas que han pasado siglos “durmiendo” enterradas en el fondo del río, anulados entre sí sus efectos tóxicos, liberados de pronto y esparcidos por la superficie del litoral del estuario sin ningún tipo de control ni, por supuesto, de estudio de sus perniciosos efectos sobre el equilibrio biológico de la zona. Como temen muchos defensores de la recuperación natural del estuario como Eduardo Bueno, aunque 2013 pase sin la aprobación oficial de la Eurovía, en algún momento de los próximos años el dragado finalmente se acometa ateniéndose a la táctica, tan vieja como eficaz, del “hecho consumado.”
Texto: Antonio Valderrama Vidal