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galeon

Sentado donde probablemente hace 500 años todo era piedra y dunas, contemplo el horizonte. El cielo es de un azul atemporal, y frente a mí, el Atlántico lame la lengua de tierra de Doñana que, cada vez más imperceptible a medida que sube la marea, se va haciendo infinita en lontananza. Pienso que en el mismo lugar desde el cual yo oteo el horizonte en busca de cáscaras de nuez capaces de surcar los mares, algún día, alguien como yo también pasaba las soleadas tardes de marzo mirando cómo galeones rebosantes de oro y plata americana llegaban hasta la desembocadura del Guadalquivir, fondeando en el remanso traicioneramente tranquilo del final del mar y principio del río a la espera de poder subir hasta Sevilla, a descargar.

Resulta curioso rememorar esto. En un tiempo en que España se desangra económica, social y moralmente, declarando de oficio una bancarrota que va mucho más allá de lo puramente monetario, yo me planto frente al punto del planeta por el que quizá más riqueza haya circulado en toda la Historia de la Humanidad. Y no me refiero sólo a la Flota de Indias. Antes, mucho antes de que cada año multitud de barcos trajeran a Europa el fruto sacado de las entrañas de las minas del Nuevo Mundo a golpe de látigo, acero y evangelio, y de que ese mismo fruto corriera como sangre de herida abierta por las manos de medio mundo, amparado por la Monarquía Hispánica, ese lugar, en apariencia pacífico, apacible, contempló el tránsito de mucho pecunio. No en vano, antes incluso de que el primer griego pusiera un pie en la tierra de los conejos (eso, tan poco poético, es lo que viene a significar Iberia), en este triángulo comprendido entre el cabo de San Vicente, el ocaso del río Betis y Cádiz, emergió (y quién sabe si luego se sumergió) la áurica civilización de Argantonio: Tartessos.

Aquellos galeones debieron ser soberbios. El crujir de las cuadernas de finísima caoba americana se uniría en armoniosa melodía con el gavioteo incesante alrededor del bosque de mástiles, vigías y castillos de proa y popa, y mecidos por el viento del sur que convierte la mar en una piscina cristálida, aquellas moles de madera, hierro y cuerda, en cuyas entrañas se sostenía el Imperio español en forma de lingotes de oro y plata, ofrecerían, sin duda, un espectáculo indescriptible, visto desde la costa. Donde yo me encuentro. Observado con la perspectiva del tiempo (¡y tanto, siglos!), qué hermosa paradoja. El río que un día fue de oro, el Guadalquivir, vertebra ahora una tierra muerta. Con índices de paro críticos en toda España, Andalucía occidental es el Gobi dentro del Sáhara, o viceversa. A Sevilla llegaba cada año la riqueza que fluía, como plaquetas de transplante urgente, hacia todos los frentes abiertos en guerras absurdas que el rey católico de la pobre España sostenía contra el mundo y el infierno, y que terminaron agotando al viejo león hispano cuando la vida dejó de llegar desde Potosí a la barra de Sanlúcar. Cuatrocientos años después, aquí no hay nada, salvo el recuerdo.

Debajo de estas aguas tostadas por el sol meridional, se ocultan, dormidos, los retales de la gloria pasada. La arqueología submarina que España esconde en el fondo de sus mares es el testimonio más dramático de su amarga realidad. No hay mejor crónica de la muerte lenta y dolorosa de esta nación que la que se halla en los pecios recubiertos de arena, sedimentos y mierda yacente. No busquen la verdad en Bruselas. Ni en el Consejo de Europa. Ni en Madrid. Ni en La Moncloa, ni en Rajoy, ni en ninguno de esos lugares comunes que sirven de espantajos de divertimento para unos mass media que sólo son tentáculos que mantienen bajo férreo control a la canallesca. La sentencia de muerte de esta España cuyas sombras todavía lucen, como espantapájaros a quienes los gorriones ya no tienen miedo, en palacios, museos, bibliotecas, plazas, catedrales y parlamentos, sino en ese maravilloso y trágicamente literario mapa de puntos perdidos y tesoros a medio expoliar debajo de los siete mares del reino. En los esqueletos moribundos de antiguos galeones cargados de oro, de plata y de olvido.

 

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