Una noche de finales de julio, un grupo de jóvenes falangistas, hijos de los grandes propietarios de la tierra y las viñas de la comarca de Jerez, se acordaron del ex-ministro sevillano. Completamente ebrios, llegaron a Chipiona tomando por asalto la casa del indefenso Giménez Fernández, a quienes acorralaron en una de las estancias, ante los gritos de pánico de su mujer. Pero este no sería el único escrache que sufrió. Ni el más violento.
Ahora que tan de moda se ha puesto un neologismo importado desde la siempre productiva en innovación terminológica Argentina, el escrache, para denominar un tipo específico de terrorismo político tan antiguo como el hombre, conviene recordar un suceso acaecido en Chipiona en los albores de la Guerra Civil.
Como casi todo lo que ocurre en el mundo, a España llega deformado. Un deporte nacional, y no el menos popular, consiste en adoptar ideologías, corrientes de pensamiento, modas absurdas o reformulaciones lexico-semánticas de fenómenos ya existentes, asumiéndolas como propias con el mismo ardor con el que un güelfo daría de puñaladas a un gibelino pero, eso sí, otorgándoles nuestro propio matiz. Algo así como el toque ibérico, mezcolanza de pasiones ancestrales y visceralidades muy poco racionales.
El escrache, que consiste en poner en jaque la inviolabilidad del domicilio -protegida específicamente por la Constitución- e invadir la esfera privada de un político aterrorizando a su familia de una manera escandalosamente anti-democrática, no se inventó en Argentina, a pesar de lo que pueda asegurar la Wikipedia. Hubo un tiempo en España donde esto estaba a la orden del día. Aunque, por supuesto, había un matiz diferenciador muy claro entre los escraches que sistemáticamente una facción político-mediática teledirigen contra un partido concreto en la actualidad, y los que se sucedían cada día en España prácticamente desde 1935 hasta el otoño de 1936: entonces, todo era mucho más bárbaro, salvaje y, sobre todo, recíproco. En toda la extensión de su significado, pues efectivamente, tras la revolución asturiana de 1934, nuestra querida y tumultuosa nación entró en un estado de efervescencia social muy semejante a la del agua hirviendo en una caldera sin control. Así pues, lo que muchas décadas más tarde popularizarían las víctimas de la dictadura militar argentina tenía un sangriento precedente en la metrópoli, donde el respeto hacia la libertad individual siempre estuvo muy reñido con el carácter irascible y profundamente volátil -y voluble- de la masa, en todo momento a pique de ser convertida en turbamulta por la habilidad propagandística de los intereses particulares de la facción de turno. Si no, que se lo digan a Godoy, a quien un escrache masivo en su palacio de Aranjuez lo mandó al baúl de la Historia; o a Carlos III, quien por un quítame allá esos sombreros estuvo a un tris de ver el Palacio Real asaltado de punta a cabo por el pueblo de Madrid.
Chipiona fue el escenario de vario de estos sucesos durante el verano de 1936. El destinatario de estos particulares escraches fue Manuel Giménez Fernández. Este sevillano, cuya predilección por Chipiona le llevó a convertirla en su residencia de asueto y retiro, era catedrático de derecho canónico, jurista y reputado experto de la Historia de la Iglesia católica en la Conquista de América. No en vano biografió al célebre Bartolomé de Las Casas, entre otras cosas. Además de todo esto, don Manuel fue vicepresidente de Las Cortes durante el bienio conservador en la II República, y ministro de agricultura por la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) en uno de los numerosos gobiernos del radical Alejandro Lerroux en aquel tiempo. Lo que este buen hombre vivió en los meses de julio y agosto del primer año de la guerra española fue, estirando el concepto hasta los límites del sarcasmo, un escrache salvaje. De dos actos, además.
A pesar de que en apariencia su militancia en la CEDA, conglomerado político heterogéneo que aglutinó la mayor parte de las tendencias políticas conservadoras durante la II República, le pudiese haber otorgado una suerte de inmunidad tanto a su persona como a su familia tras los primeros días del golpe militar del 18 de julio de 1936, Giménez Fernández fue inmediatamente puesto bajo “arresto domiciliario” en su residencia chipionera, donde el alzamiento le había sorprendido. Por si fuera poco, se le suspendió en el ejercicio de su cátedra en la Universidad de Sevilla. Para conocer la causa del confinamiento forzoso al que fue sometido el ex-ministro por las autoridades sublevadas -que pronto darían en llamarse nacionales- es preciso echar un vistazo a su historial político.
Manuel Giménez Fernández fue, hasta 1936, lo que podríamos calificar como un agitador propagandístico del cristianismo social. Esto, que puede sonar un tanto rimbombante y seguramente muy cercano a nosotros, quienes hemos crecido contemplando la Iglesia post-Concilio Vaticano II y al Papa Wojtyla llenando estadios de fútbol cual rockstar que predica al Dios del Domund en pantallas gigantes y escenarios giratorios llenos de luces de colores, ante cuya vista nos confundíamos pensando si en lugar del Santo Padre quien hablaba a las masas no era Bono de U2, era en los años 30 toda una heterodoxia. Una heterodoxia peligrosa, ciertamente. Como miembro de la Liga Católica fue concejal del ayuntamiento de Sevilla en varias ocasiones entre el final de la dictablanda de Primo de Rivera y el advenimiento del sistema republicano, y hacia 1933 incluso participó en las ponencias del malogrado Estatuto de Autonomía de Andalucía.
Ese mismo año, adscrito a la CEDA, fue elegido diputado por Badajoz en las Cortes nacionales. En 1934 culminaría su carrera política asumiendo el ministerio de agricultura, en el que a lo largo de un año tendría que lidiar con uno de los caballos de batalla de la política española de aquel tiempo: la Reforma Agraria. Contrariamente a lo que se cree popularmente, la CEDA no abortó la reforma iniciada durante el primer gobierno izquierdista de la República, sino que continuó con la mayoría de las escasas expropiaciones que se llevaron a cabo y procuró agilizar un complejísimo proceso legal que había encendido los espíritus tanto de los propietarios -grandes y pequeños- como de los colectivos de braceros sin tierra del sur de España.
Fue aquí donde Giménez Fernández se labraría una fama, entre las facciones más reaccionarias de las derechas españolas, de «marxista encubierto” y “bolchevique blanco”. La voluntad del ministro sevillano por materializar su creencia en la justicia social del cristianismo no conjugaba en absoluto con un contexto político cada día más polarizado tras la trágica revuelta minera de carácter socialista que convirtió Asturias en una zona de guerra durante meses y que dividió España en mitades irreconciliables. En una situación de tremenda tensión político-social en la que se mezclaban odios tanto personales como de clase con el auge de las dos ideologías totalitarias que llevarían el mundo a la guerra pocos años después, las aspiraciones de Giménez Fernández lo situaban como sospechoso para ambos bandos: por ministro cedista era señalado por las izquierdas; su preocupación por los pobres y parias de la tierra le colocaban una diana terrorífica para las derechas dueñas de la tierra.
Quizá lo que determinó su turbulento verano de 1936 fue un atrevido discurso ante las Cortes, siendo ministro de agricultura, donde defendía su Reforma Agraria y su concepción de la propiedad privada en estos términos: “No puedo olvidar que soy catedrático de Derecho Canónico y tengo el concepto canónico de la propiedad. O sea que, como toda propiedad tiene que basarse sobre el concepto de que los bienes se nos han dado como medio para subvenir a la naturaleza humana, todo el uso de los bienes que excede de lo preciso para cubrir estas necesidades para las que la propiedad fue creada puede ser abusivo , y lo es ciertamente cuando éste coincide con un estado de extrema necesidad de otros hermanos nuestros». Las expropiaciones que consiguió llevar a cabo le granjearon particularmente el odio de algunos poderosos terratenientes, quienes le iban a pasar la factura en cuanto tuvieran una oportunidad.
Y la oportunidad surgió tras el alzamiento militar. La noticia de su confinamiento en Chipiona debió llegar a oídos de algunos terratenientes falangistas de Jerez de la Frontera, quienes supieron aguardar su turno pues, a pesar de que le fueron incautadas todas su propiedades, el ex-ministro conservaba protección oficial. A pesar de esto, durante los primeros días tuvo algún que otro encontronazo con las nuevas autoridades paramilitares que, establecidas en Chipiona tras la rápida ocupación de Andalucía occidental por el ejército sublevado, se enseñoreaban de la población como auténticos caciques en tierra conquistada. Al ex-ministro se le prohibió taxativamente “dar noticias que pudieran alarmar o inquietar a su vecindario”, y, en apariencia, debió saltarse esta orden. Tanto es así que a Giménez Fernández le fue retirada la protección oficial y los escraches, en su forma más agresiva y típicamente hispana, dieron su pistoletazo de salida.
Una noche de finales de julio, un grupo de jóvenes falangistas, hijos de los grandes propietarios de la tierra y las viñas de la comarca de Jerez, se acordaron del ex-ministro sevillano. Completamente ebrios, llegaron a Chipiona tomando por asalto la casa del indefenso Giménez Fernández, a quienes acorralaron en una de las estancias, ante los gritos de pánico de su mujer. Se cuenta que a pesar de descargar sobre el catedrático más de un cargador de sus revólveres, iban tan borrachos que no lograron acertarle ni una vez, lo que no fue óbice, por supuesto, para que arramblaran con todo lo que pudiera romperse en el domicilio y dejaran tiritando tanto al ex-ministro como a su mujer y a las hijas del matrimonio.
Pero no sería éste el escrache más violento.
Algunas semanas más tarde, Manuel Giménez Fernández volvería a sufrir otra dramática visita en su confinamiento chipionero. Esta vez, de un grupo de carlistas de la zona. Es bien sabido que el carlismo nunca se distinguió, precisamente, por lo flexible de su concepción dogmática de la fe católica. Más bien al contrario. En un estado de delirio colectivo como el que en esos momentos vivía España, las sutilezas teológicas y las interpretaciones generosas de las doctrinas sociales del cristianismo tales como las defendidas por Giménez Fernández escapaban del todo a la comprensión de individuos tan alienados en sus convicciones como los que se presentaron en la puerta del ex-ministro de la CEDA. Sacándolo a rastas con exrtrema violencia, se dice que don Manuel sólo pudo salvar su vida cuando, de rodillas en medio de la playa de Regla, fue obligado a encomendarse a Dios mientras el cañón de una pistola le recordaba que, en ese instante, no podía ser en absoluto laxo en la demostración pública de su fe. El hecho de que no fuera asesinado allí mismo nos indica que, en efecto, Giménez Fernández les convenció de lo firme de su cristianismo.
Estos alborotos, que hoy serían bautizados con la deleznable palabra escrache por tanto demócrata amante de las formas bolivarianas y ligero de juicio cuando los procesos legales del Estado de Derecho no se ajustan a sus intereses particulares, llegaron a oídos del jefe militar de Andalucía, el general Queipo de Llano. Queipo, quien hasta 1939 se comportó como un verdadero reyezuelo tribal en una zona respetada por los avatares de la guerra y, por tanto, de escaso interés estratégico para Franco, ordenó que todo esto cesara, para tranquilidad de Giménez Fernández, quien hasta abril de 1937 permanecería confinado a la fuerza en Chipiona. Ese mismo año recuperaría su cátedra en la Universidad de Sevilla, y tres décadas más tarde vería confirmadas sus creencias cristiano-sociales por el Concilio Vaticano XX impulsado por Juan XXIII. Pero esos ya eran otros tiempos.