Una entrevista de trabajo es una pincelada de colores en la existencia gris del parado medio. Una oportunidad en la ruleta del mercado laboral donde siempre gana la banca. Cuando esa entrevista está fijada para primera hora de la mañana y a más 100 kilómetros de tu domicilio, la cita no resulta tan tentadora. El reloj del móvil marcaba las cinco de la madrugada. Los gallos aún no habían cantado pero yo ya estaba vestido y acicalado. El espejo del baño reflejaba unas ojeras de oso panda y el pasillo reproducía el eco de mis bostezos. Haciendo gala de una habilidad pasmosa, bajé las escaleras dormido. Sin perder el equilibrio en ningún peldaño. Tras beberme una taza de café a temperatura de fusión, cogí las llaves del coche y abandoné el nido. Un silencio sepulcral reinaba en el pueblo. Si hubiese agudizado el oído en mitad del camino, hubiera podido escuchar los ronquidos acompasados de todo el vecindario. Avancé unos metros, doblé la esquina y me subí a la acera. Este acto carecía de toda lógica cartesiana. No había ningún vehículo en circulación que me obligara a abandonar la vía. Podría haber completado todo el itinerario disfrazado como Carlos Areces en ‘Balada triste de trompeta’ sin cruzarme con ningún alma que se riera o asustara de tal esperpento.
Al pronto, reparé en la trascendencia de la gesta que estaba protagonizando: era la primera vez que transitaba esa zona sin haber ingerido varios cubatas en mi bar favorito. Me crucé con un gato negro y confieso que lo envidié. Tener siete vidas te permite el lujo de malgastar mucho tiempo deambulando por las calles a horas intempestivas. La brisa de verano arrullaba los árboles y la luz de las farolas alumbraba el asfalto. La escena estaba cargada de un suspense que haría las delicias de Hitchcock. Llegué al garaje y abrí la puerta. Solo faltó que Alfred me recibiera en el interior de una cueva mientras una bandada de murciélagos revolotea en derredor. En vez del Batmóvil, arranqué el Renault Scénic de mis padres y emprendí la marcha. Después de diez minutos conduciendo, divisé el cadáver de un gato despanzurrado en medio de la carretera. Olvidé la envidia hacia su congénere negro y celebré mi condición de homínido. Intenté olvidar esa escena luctuosa encendiendo la radio. Las prodigiosas voces de Las Carlotas retumbaron en mis tímpanos desde RadiOlé. Cambié de frecuencia mientras lamentaba mi falta de fe. Había madrugado, pero Dios no me estaba ayudando.
Después de casi dos horas de viaje, llegué a mi destino sano y salvo. Aparqué el coche con la precisión de Marge en la introducción de Los Simpons y me dirigí al edificio indicado en el correo que había recibido un par de días antes. Una vez dentro, descubrí que había sido el primero en llegar de la larga lista de candidatos. Ése era el dudoso honor de haberme levantado cuando el Sol estaba iluminando Nueva York. Pasaron algunos minutos y llegaron los demás. La encargada de recursos humanos nos reunió en una sala y nos pidió que redactáramos una noticia basada en los folletos que fue repartiendo por las mesas. Se me ocurrió dibujar la típica casita rural con chimenea y devolverle el folio con gesto serio y los ojos rebosantes de ilusión pero tantos kilómetros y tan pocas horas de sueño no podían saldarse en balde. Redacté la noticia con mi mejor caligrafía élfica y la escasa voluntad que me queda y regresé a mi hábitat natural: el bar más cercano. Me tomé un café aprisa y volví al rebaño. Intercambié algunas palabras con una de las candidatas. Era una chica rubia, guapa y de rasgos eslavos. La encargada pronunció mi nombre y apellidos en un perfecto andaluz. Me acerqué a ella, la volví a saludar y sin perder la sonrisa, me invitó a entrar en una habitación. El centro estaba ocupado por una mesa larga y recia rodeada de cómodos sillones. Los laterales estaban cubiertos por estanterías repletas de trofeos y placas. Las tres banderas protocolarias (europea, española y andaluza) estaban arrinconadas en una esquina. Castigadas por la Troika, supongo. Me imaginé que esa habitación era el despacho de Florentino Pérez y en unos minutos firmaría el contrato con el Real Madrid convirtiéndome en el fichaje estrella del verano. Al comprobar que el “ser superior” (Butragueño dixit) no aparecía por ningún lado, empecé a conversar con la anfitriona. Después de las formalidades habituales, me inquirió: “¿qué has hecho estos últimos meses?” Quise responderle que la oferta de actividades es muy reducida en prisión, solo para ver qué expresión adoptaba su rostro. Al final, mi cobardía innata me venció y le confesé la verdad. Emulando a Kevin Spacey en la entrevista de trabajo de ‘American Beauty’, me hubiera gustado explicarle que no aspiro a un puesto acorde a mis competencias y conocimientos, solo un trabajo con el mínimo grado de responsabilidad. Mientras esbozaba este pensamiento, la jovial entrevistadora me invitó a salir agradeciendo mi presencia. Salí del edificio sin la más mínima esperanza de conseguir el puesto pero con la determinación de “seguir, aunque sólo sea por curiosidad”.