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El otro día llegué a la conclusión de que en las barras de los bares siempre se escuchan reflexiones interesantes. O al menos espontáneas, desprovistas de ese envoltorio pretencioso de los que no saben conversar sin rendir pleitesía al dios de las apariencias. Y eso, en los tiempos que corren, es todo un lujo.

Sí, es cierto… en el noventa por ciento de las ocasiones son sólo estupideces lo que hay que oír, sobre todo cuando no queremos oír a nadie. Pero en cualquier caso, es de necios desdeñar el intercambio de impresiones con la persona que se sienta a nuestro lado, que además de tomarse la molestia de prestarnos atención, nos presta también palabras, imágenes o recuerdos para incorporar a nuestro ideario personal.

Y en esas estaba, con la caña fresquita por delante y ganas de escuchar, cuando un sabio de taberna -especie en extinción propia de provincias y barriadas-, me regaló esta reflexión, a simple vista simple, pero a todas luces lúcida: “la única forma de libertad para el hombre es su propia imaginación”.

Cuánta razón concentrada en tan pocas palabras. Esta versión cutre y auténtica de prohombre, con pelo blanco y un tanto desaliñado, se había sentado a mi izquierda y hablaba entre cucharada y cucharada, mientras daba cuenta de la cazuelita de menudo con garbanzos, desafiante ante las leyes de la gravedad que, en el trayecto de la barra de madera hacia su destino, impedían milagrosamente el lamparón anaranjado sobre la curva, también blanca, de su prominente fisonomía. “Yo, en mi imaginación, puedo ser y hacer lo que quiera. Un pirata que surca los mares, un sultán en su palacio, un poeta maldito… Puedo pensar y soñar lo que me de la gana, pero sólo en mi imaginación”.

Lejos está de mi intención replantear el debate sobre la libertad del hombre, los cortapisas sociales, culturales, sexuales… impuestos por su propia vida en comunidad. Prefiero centrarme en ese universo tan grato, porque nos ofrece tanto, a cambio de nada -otro lujo de nuestro tiempo, en el que todo tiene un precio-, y que es casi la única pertenencia que nos ha sido dada sin condiciones: la imaginación.

Esta facultad que normalmente se asocia a la infancia es precisamente la clave para el mantenimiento de la ilusión. Sin la imaginación, fuertemente vinculada a lo onírico, a las fantasías o también, -lo más importante-, a los objetivos que nos marcamos en la vida, a nuestros sueños, es sin duda más difícil alcanzar aquello que nos proponemos. Del mismo modo que los enfermos con ganas de curarse, tienen más posibilidades de lograrlo, así las personas que gozan de una sana imaginación, obtienen de forma inconsciente las herramientas que le ayudarán en el camino hacia sus metas, amén de ganar en dosis de buen humor y calidad de vida. No querría caer en la trampa del optimismo fácil y gratuito, porque la imaginación también puede conducirnos hacia peligrosas frustraciones por no lograr objetivos de altos vuelos. Por eso es preciso moderar las ilusiones con el tamiz del sentido común y no traspasar la frontera entre la ambición y la codicia. Dejar volar la imaginación y atraernos su poder al terreno de lo cotidiano, para valernos de su fuerza en el día a día que, sin prisa pero sin pausa, nos conducirá, como dijo el poeta, a navegar allende los mares, viento en popa a toda vela…

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Fotografía: Curro Rodríguez.

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