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Igual que José Luis Baltar colocaba a sus allegados en la Diputación de Ourense, las madres adjudican un sitio específico a cada objeto de la casa. Por el contrario, los hijos pueden dejar un calcetín en el pasillo, una cucharilla en el salón o un paquete de galletas en la cochera sin ningún pudor. Extienden el perímetro del orden hasta los dominios del vecino. Estos despistes son intolerables para una madre. Constituyen un atentado contra los pilares de la convivencia. Las madres tienen otra escala de valores. Cualquier anécdota protagonizada por el hijo adquiere dimensiones homéricas en boca de su madre: “Sí, mi Jonathan sigue en la cárcel. Pero no en una cárcel cualquiera, en la más grande y segura de toda España”. Un hijo puede estar jugándose la vida o la honra, que una madre siempre se preocupará por los detalles más nimios. Me imagino a Manolete concentrado en la plaza de Linares antes de encarar a ‘Islero’ y su madre acariciando al maestro y rociándolo con colonia. O a Odessa Grady Clay recordándole a su hijo Muhammad Ali que desayune bien el día del combate contra George Foreman. Edipo se arrancó los ojos cuando descubrió que se había casado con su madre Yocasta. Una relación incestuosa así no sería posible en la sociedad actual. Si una madre contrae matrimonio con su propio hijo no tendría una nuera a la que criticar entre semana.

Muchas madres son como artistas adelantados a su época. Se desviven por los hijos pero el gran público detesta sus obras. Isabel Pantoja sufre este mal con su primogénito. Otras madres son conocidas por su oficio. Cuando los informativos difunden las últimas andanzas de Miguel Blesa, Ángel Ojeda o Jordi Pujol, los telespectadores exclaman ¡Qué hijos de puta! Mención aparte merecen las madres solteras. Debe ser difícil apellidarse Targaryen, conquistar ciudades, optar al Trono de Hierro y cuidar a tres dragones rebeldes sin la ayuda de un marido. El papel de madre no lo desempeña siempre una mujer. Rómulo y Remo fueron amamantados por una loba y los tres fueron inmortalizados en el escudo de La Roma. Algunas madres les exigen grandes sacrificios a sus vástagos. Antes de partir hacia la guerra, las madres espartanas les pedían a sus hijos que volvieran “con su escudo o sobre él”. Estoy convencido de que algunos de aquellos guerreros hubieran preferido morir en combate. A la vuelta, sus madres les recibirían cabreadas por haber perdido las grebas y traer el casco nuevo lleno de sangre.
Cuenta la leyenda que cuando Boabdil abandonó Granada camino de las Alpujarras, su madre Aixa le reprochó: “no llores como una mujer lo que no supiste defender como un hombre”. La sultana, enfurecida por la pérdida de la ciudad, lamentó no haber abortado años atrás.

La maternidad de algunas mujeres carece de una explicación racional. Supongo que la Virgen María tuvo serias dificultades para confesarle a José que el hijo que esperaban era de una paloma y que tampoco podía escoger el nombre porque se lo había anunciado un ángel. Sor María nunca fue madre y quizá por eso mismo impidió a otras mujeres que lo fueran arrebatándoles sus retoños. Algunos desaprensivos insultan a las mujeres que les dieron la vida llamando madre a la patria. Todos los chefs sueñan con conseguir alguna estrella Michelín, pero no hay mejor restaurante que la cocina de casa. Cualquier crítico gastronómico que se precie troceará la comida, la pinchará con el tenedor y la saboreará tranquilamente. Acto seguido, beberá un poco de agua y respirando hondo y sentenciará: “Este plato está exquisito… pero como lo hace mi madre me gusta más”
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Los hijos intentan que sus padres se sientan orgullosos de ellos. Antes de joder la educación pública, José Ignacio Wert se dedicaba a la investigación sociológica. “No le contéis a mi madre que hago encuestas políticas. Ella cree aún que soy pianista en un burdel” es el título de un artículo que firmó en 2009 para una revista especializada. Sin que sirva de precedente, seguiré el ejemplo del ministro. Os ruego que no le contéis a mi madre que escribo.

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