Es apenas un segundo. Imposible conocer el momento exacto en que la vida cambia, porque normalmente sucede horas, días e incluso semanas antes de ese segundo. Por cerrazón, por ceguera o por torpeza, nadie suele caer en la cuenta de que su vida ya ha cambiado antes de que se de ese instante, esa palabra, ese suceso que apunta como una ballesta cuál es el nuevo camino. Hay quien, a pesar de todo, se empeña en continuar en la misma dirección apoyándose en argumentos que poco tienen que ver con su voluntad real. Más bien se sustentan en el miedo al cambio. Otros deciden variar el rumbo, a riesgo de equivocarse, de fallar. Igual de respetable es la decisión que se tome en cualquiera de los dos casos, siempre y cuando se sea consciente de que ya nada será igual que antes. En esta pequeña sociedad que late bajo el sol de Chipiona y que ejemplifica las actitudes humanas como podría hacerlo cualquier otra población, existe una corriente muy fuerte de temor a cambiar. A cambiar de trabajo, de lugar de residencia, de situación sentimental, de costumbres y hasta de ‘look’. El miedo al cambio atenaza la creatividad y el conocimiento, la experiencia y, en definitiva, la vida misma que, por naturaleza, es incompatible con la parálisis. Muchos se sacuden ese miedo, sin dejar de caminar sobre seguro y sin complejos sobre una posible rectificación. Otros, sin embargo, insisten en hacer lo mismo como las moscas que golpean el cristal. Y entretanto, la vida pasa, sin detenerse, constante, sin prisa pero sin pausa, tal que un reloj de arena bocabajo. Simple, ¿no?. Un sencillo mecanismo, como la vida que pasa y que cambia. Los que no cambiamos somos nosotros. Hasta que se produce ese segundo, ese momento determinante, a veces cruel y a veces amable. Pero que siempre se traduce en una oportunidad para no tener que lamentar, al final del camino, sobre lo poco que hicimos para vivir mejor.
Fotografía: Curro Rodríguez.