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Thomas Grätz comunica tanto con los ojos como con las palabras. Quizás por todo lo que han visto desde que, siendo un niño, huyó con su madre y sus hermanos de un Berlín cercado por la guerra. Tras vivir el movimiento cultural del 68, viajó a Nueva York atraído por la lucha para la igualdad de derechos de los afroamericanos. Roma, La Toscana, Cataluña, Nüremberg… su alma errante, curiosa por vocación, de naturaleza abierta y chispeante, le ha hecho viajar por todo el mundo, aunque siempre con España y Alemania como puntos de retorno. En Chipiona, donde vive desde hace diez años, sigue desarrollando su obra pictórica que, desde sus inicios, se envuelve de forma natural con el flamenco, tal como en la olla se mezclan los ingredientes de cualquier guiso marinero. “Escucha esto”. La voz ronca, llena de jondura, de Manuel Agujetas, sale de la vieja casette y en el amplio salón se detiene el tiempo. Fuera, en la calle, cae el mercurio. Pero dentro permanece un microclima alentado por el vino tinto y la conversación. Desde el estudio, en una esquina de la estancia, dos bailaores se arrancan sobre un fogonazo amarillo. Los lienzos forman parte de la nueva colección que Thomas expondrá en Nüremberg. Se llamará ‘Flamencos’.

Hablar de su pintura es hablar de flamenco. ¿Cuál fue su primer contacto?

Era 1962. Yo había llegado desde Alemania a Cataluña haciendo auto stop. La miseria que había en Andalucía había empujado a muchos a emigrar allí. Y en aquel tiempo había más ambiente flamenco en Barcelona que abajo!. En el Barrio Gótico, en la Plaza Real… allí hice amistad con un cantaor, Juan el de la Vara. Ibamos a los locales que frecuentaban los gitanos, los flamencos que contrataban los señoritos para sus fiestas. Allí seguían las juergas por la mañana. Algunas duraban días. Yo tenía 18 años y me quedé completamente fascinado.

¿Y cómo terminó en Chipiona?

Tenía curiosidad por conocer la cultura de Al- Andalus y pensé que la encontraría en Marruecos, pero me llevé una desilusión porque realmente su esplendor fue en Andalucía… y recorrimos varias ciudadaes. De todos modos, nos fuimos a vivir al Ampurdán y no fue hasta 1980 cuando tuvimos nuestro primer contacto con Chipiona y decidimos quedarnos aquí.

¿Qué le atrapó?

Los enormes espacios, el Atlántico, la amplitud… Después, Chipiona no es un pueblo políticamente correcto. No es lo que el turista internacional se espera encontrar, tiene mucha personalidad. Es un pueblo muy complicado, muy difícil… Lo primero que extraña al de fuera es que está junto al mar y el chipionero mira al campo. De hecho, según Molero, hasta 1850 no hubo ni un barco. Y la gente apenas pasea por la playa. Son pocos y de fuera. Y por supuesto, otra cosa importante son sus materias primas: la verdura, el pescado… es algo increíble. Los salmonetes, las lisas, las mojarritas, las galeras, las chobas…

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¿Y qué le parecen los chipioneros? ¿No son muy conservadores?

Son muy conservadores… pero también esto es lo que les hace mantener las costumbres… pasa como en el flamenco. Si no hubiera gente cerrada se perdería la esencia de muchas cosas. Un ejemplo muy de aquí es el Carnaval y cómo ha contribuido a que se conserven los palos del flamenco. También admiro mucho el humor gaditano, que es la rapidez y la sutileza. Parte del humor judío, como en Gerona: es el que nace del reírse de uno mismo.

¿Por qué le apasiona tanto el flamenco?

Es un sentimiento de libertad increíble. Aunque es un mundo conservador, tiene una libertad que no existe en la pintura moderna, por ejemplo. Es un gran arte y como tal hay que aceptarlo. Alguien dijo que no se podía pretender ser europeo sin hablar cinco idiomas y sin escuchar flamenco.

¿Y cómo definiría el flamenco?

Otra frase que no es mía: todo lo que se diga sobre el flamenco está equivocado. Un profesor musicólogo de la Universidad de Lima lo definió así: el flamenco tiene una madre española y dos padres: uno moro y el otro gitano. Tenemos nociones del flamenco de hace doscientos años, pero sus orígenes se remontan a 3.000 o 4.000 años.

La declaración de Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por parte de la Unesco parece ser la guinda a una época dorada en la que el flamenco se ha revalorizado, ¿no cree?

El flamenco no ha pasado ni pasará nunca de moda. Hubo un tiempo en que se lo identificó como parte del folclore español cuando no tiene nada que ver con el folclore. Es un arte sin fronteras.Y que Jerez es su cuna es otro cuento…

También está el eterno debate del flamenco puro y la fusión…

Yo no soy nada purista, pero hay cosas que no me gustan en absoluto. Y otra frase más que no es mía: el flamenco es flamenco cuando es flamenco y se nota. Si no es, no es. Porque el flamenco no sólo es una forma de sentir, es una forma de ser. Es algo muy complejo. Y se habla mucho de fusión con otras músicas… pero yo prefiero llamarlo mezcla. Verás, yo hago un símil con la paella. Todos los ingredientes están juntos: el arroz, los guisantes, las gambas, los chocos… pero cada uno conserva su identidad. Con el flamenco pasa lo mismo. Sus elementos han de ser identificados aunque estén mezclados con el jazz, con el blues o con el rock. Otra frase: el flamenco ha dado mucho a otras músicas, pero no ha recibido nada de ninguna.

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Fotografía: Olga Muñoz,  Irene Vélez, Marián Sardi y Tere Castro (Curso de fotografía Ateneo de Chipiona)

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