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La reina Amelia de Rumanía en una visita a Chipiona.

Playas abarrotadas. Chiringuitos que salpican la orilla como setas en un bosque. Luchas a brazo partido por medio metro cuadrado de mar. Núcleo urbano colapsado por una marea de vehículos de motor. Chanclas, bikinis, neveras y bocadillos envueltos en papel de plata. La calle Isaac Peral travestida de Gran Bazar de Estambul y los relajados malecones transformados en olímpicas carreras de obstáculos. El verano ha llegado otra vez de esta manera a la ciudad, pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en que Chipiona disputaba con la Costa del Sol y el litoral cantábrico por ser la zona de veraneo residencial por antonomasia de las playas españolas.

En 1973, nada menos que el diario ABC dedicaba dos de sus páginas centrales a relatar las “sencillas vacaciones de Carrero en Chipiona”. Era junio y, curiosamente, la crónica con la que el periódico monárquico describía los días de lacónico descanso del Delfín de Franco en nuestro pueblo iba a ser la última del género amable. En diciembre de aquel año, ETA lo asesinó en Madrid. Carrero, por aquel entonces Presidente del Consejo de Ministros, era el segundo hombre más importante de aquella España, y de él se esperaba que encabezase el régimen tras la muerte del Caudillo. Que eligiese Chipiona como lugar de descanso estival indica la relevancia de la desembocadura del Guadalquivir como destino turístico de primer orden durante buena parte del siglo XX. Hoy lo llamaríamos alto standing, dada la afición de nuestro tiempo por el anglicismo fácil; Carrero paseaba por la playa de Regla sin que apenas le incordiasen “calzado con unas viejas playeras de lona”, navegaba hasta Rota en una lancha de madera y “volvía inmediatamente” cuando sus obligaciones ministeriales lo desplazaban por unos días al Pazo de Meiras.

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Carrero Blanco en una procesión de la Virgen de Regla junto a cargos militares y civiles.

Esta historia quizá sorprenda al chipionero de hoy, por inusual. Pero fue real. Tanto como el bullicio y la excesiva populosidad con las que hoy, sobrepasada ya la primera década del siglo XXI, tiene que lidiar cada verano, no siempre con la mejor de las predisposiciones. Lo cierto es que a comienzos de los 70 Chipiona era un lugar privilegiado para el turismo residencial de la alta burguesía y ciertas casas de abolenga cuna. Este fenómeno hunde sus raíces, tanto o más que en las magníficas condiciones climatológicas de la zona y en la extraordinaria salubridad de su litoral, en la promoción que de Chipiona hicieron dos personas: el doctor Manuel Tolosa Latour y el infante don Alfonso de Orleáns y Borbón.

Casi cien años antes de que el delfín de Franco remojase los pies en la orilla chipionera del Atlántico, un hombre en Madrid recibía un encargo: estudiar la costa nacional y descubrir lugares apropiados para establecer la residencia estival de la familia real. Alfonso XIII, que había nacido en 1885, era un niño enfermizo, y su madre, la regente María Cristina, quería que el pequeño monarca respirase aires más saludables que los de Madrid durante el verano. Así pues, el catedrático de pediatría y presidente de la Sociedad Española de Higiene, el doctor Tolosa Latour, encargado de tal comisión, concluyó que las aguas idóneas para el fortalecimiento de un niño eran las de San Sebastián y las de Chipiona. La capital de Guipúzcoa fue elegida por su accesibilidad y mejor comunicación con Madrid. Pero aquel prestigioso médico madrileño quedó para siempre ligado a la memoria de Chipiona, y comenzó a trabajar en 1892 para establecer aquí el primer sanatorio marítimo de España: Santa Clara.

Tolosa Latour se apoyó principalmente en la comunidad franciscana de Regla. La figura del padre José Lerchundi destacó como benefactor del proyecto, a la manera de un pionero Vicente Ferrer espiritual. Latour, muy bien relacionado en los círculos científicos y liberales de Madrid, puso Chipiona en la órbita de las clases acomodadas de la capital con el fin de recabar apoyo financiero para Santa Clara. Incluso Benito Pérez Galdós, íntimo amigo del doctor madrileño, donó la recaudación de una función dada en 1904 de su novela dialogada El abuelo: nada menos que 1215 pesetas contribuyeron de forma notable al sustento del sanatorio, inaugurado ya en 1897. En la correspondencia entre los dos, publicada por el experto galdosiano José Schraibman, se refleja el interés de Galdós por el pequeño pueblo de la costa gaditana que había arrobado a su amigo Tolosa Latour, apareciendo en ella una invitación del último al primero a “vivir unos días en un convento franciscano” y “conocer al padre Lerchundi”.

Manuel Tolosa Latour consiguió atraer a la inquieta burguesía liberal española hacia Chipiona y las propiedades sanadoras de la parcela del Atlántico que le correspondía; pero sería otro insigne personaje el que promovería Chipiona entre círculos más elevados: el infante don Alfonso de Orleáns. El interés de la Casa de Orleáns por Chipiona venía de antiguo: en la década de 1850, el abuelo del infante don Alfonso, Antonio de Orleáns, duque de Montpensier y pretendiente efímero del trono español, visitó nuestro pueblo atraído por lo que oía sobre la Virgen de Regla desde su palacio de Sanlúcar de Barrameda. Al momento quedó prendado de la imagen, y dispuso lo necesario para la reconstrucción parcial de su templo, abandonado en aquel tiempo.

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El infante Alfonso de Orleans acostumbraba a bañarse y pasear sus perros por la playa de Regla.

Con los Orleáns, la alta aristocracia europea se paseó por la playa de Regla. Los emperadores de Brasil, la última reina de Portugal, los condes de París, la reina de Rumanía -a la sazón hermana de la esposa del infante, doña Beatriz de Sajonia- dieron lustre y renombre a Chipiona gracias a la devoción de don Alfonso por la Virgen de Regla. El infante actuó, literalmente, de extraordinario relaciones públicas del turismo chipionero durante las primeras décadas del siglo XX. Incluso el rey Alfonso XIII visitó de adulto el lugar al que el azar casi lo lleva de niño. Fue el 21 de abril de 1930, un año antes del final de su reinado. Sin lugar a dudas, Chipiona alcanzó entonces la cota más alta de su glamour como lugar escogido por la buena sociedad española e internacional para el descanso y el disfrute: una pléyade de coronadas cabezas caminaba orgullosa por sus calles. Si hubiese existido el ¡Hola! posiblemente aquel momento estaría inmortalizado en papel cuché. Sin embargo, eran otros tiempos.

El infante, como Carrero, continuaría visitando un pueblo que todavía gozaría tras la Guerra y el terrible período que la sucedió, de una merecida fama de resort natural. Estupendos chalets, ajardinadas terrazas, amplios paseos y el nuevo santuario de estilo neogótico mantuvieron el estatus de Chipiona de singular San Juan de Luz español. Sin embargo, a partir de los 70 algunos factores incidieron negativamente en este estado de cosas, desequilibrando la balanza turística a favor de otros destinos en pleno auge. El boom inmobiliario de finales de los 60, el desarrollo general de aquella España cuya economía despertaba tras 20 años de letargo, y la extraordinaria inversión de muchas familias de la aristocracia centroeuropea en la Costa del Sol, atrajo el foco hasta Málaga, Marbella, Torremolinos y, más allá, la costa mediterránea.

El cambio fue tan gradual como inexorable. Paulatinamente, Chipiona fue como esos aristócratas venidos a menos que lo van perdiendo todo, poco a poco, y al final se quedan sólo con la barbilla alta y el bolsillo estrecho.

De ella desaparecieron los títulos nobiliarios, los imponentes coches de lujo y la seguridad personal de jefes de Estado y presidentes de consejos de ministros, y como un significativo cambio de guardia en palacio, otro tipo de turismo heredó el testigo del viejo y placentero rincón del bajo Guadalquivir. Otra España, y otra Europa, estaba emergiendo en aquel instante. Un mundo nuevo cuyo horizonte venía preñado de una nueva forma de entender el negocio del turismo. El cambio sociocultural vino acompañado, también, de la obsolescencia de las infraestructuras. Chipiona perdió el paso no solo frente a Málaga, sino también respecto a municipios cercanos como Rota, El Puerto, Conil o Tarifa; mientras en estos lugares la apuesta era al caballo ganador del golf, el surf o los visitantes del norte de Europa, nuestro pueblo vio magmatizarse el flujo turístico que hasta ahora había arrastrado hacia sus playas a unos veraneantes cuyo poder adquisitivo y gentileza personal hicieron florecer comercios, restaurantes, hoteles y bodegas. Gradualmente, ese turismo se desplazó hacia zonas mejor dotadas de equipamiento lúdico; más preparadas tecnológicamente y, sobre todo, con una oferta de ocio, entretenimiento, gastronomía y descanso superiores en calidad y cantidad a Chipiona. El antiguo ojito derecho de la Casa de Orleáns quedó anquilosado, amarrado a un turismo menor. Acorde, sin embargo, a lo que el pueblo ofrecía. Y ofrece. Expuesta a los avatares de la economía nacional, la oferta de Chipiona como lugar de vacaciones se reduce, cada día más, a convertirse en una suerte de suburbio costero del área metropolitana de Sevilla y Jerez. Una planificación urbanística terrorífica también ayudó, por supuesto, fruto de una coyuntura histórica (la de los últimos 80 y primeros 90) que asemejó Chipiona a uno de esos decorados almerienses del Spaguetti Western, y no precisamente por la presencia de cowboys, pistoleros y cazarrecompensas.

La falta, notable, de una voluntad institucional por cambiar la imparable tendencia hacia el autobús, el bocadillo, la masificación descontrolada, el cierre de antiguos baluartes hosteleros y, en definitiva, la depauperación constante, lenta y corrosiva de un sector ahogado en la complacencia, el cortoplacismo y la ausencia de inversión, condenó a Chipiona a una especie de Segunda División del turismo nacional donde la posibilidad de disputar un playoff por el ascenso es ciertamente remota. Caducidad programada, caducidad rebasada. El sistema necesita urgentemente que alguien pulse el botón de reset.

Fotografía: archivo Juan Luis Naval Molero, cronista de la Villa.

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