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Tras un largo año en el que llovieron los problemas como si alguien hubiese invocado a algún dios cruel, febrero nos lanza un paraguas que es un alivio en mitad de la tormenta. Un refugio bajo el que, con dosis de buen humor e imaginación, albergamos la esperanza de que cese el temporal. Miles de personas se implican en una fiesta que es mucho más que color y cuplés punzantes. Es el momento en el que un pueblo intenta dar lo mejor de sí para hacer de nuestras calles un teatro permanente durante un mes en el que podremos ver desde lo más grotesco a lo más exquisito. En el Carnaval, como en la vida misma y como en cualquier forma de expresión artística hay de todo. Solo hay que saber mirar, escuchar y elegir. El Carnaval de hoy está hecho en su mayoría por jóvenes con inquietudes que hacen Carnaval y no Cahnavá. Que son compañeros en lugar de rivales; que ven en la fiesta una plataforma de expresión tan legítima como cualquier otra y que no puede ser hermética si quiere adquirir un estatus superior. Los hacedores de Carnaval han de ganarse el respeto en la plaza pública que cada febrero levanta su telón en Chipiona. Para ello no estaría de más que acertasen a comprender que bajo el paraguas de don Carnal no todo cabe.

Fotografía: Curro Rodríguez. 

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