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Como en uno de esos travellings infinitos de las películas de los hermanos Coen, aún nos es posible  pasear nuestra mirada por el viejo cine. Aunque, en realidad, los chipioneros que frisan la cincuentena y aun más, los mayores, pueden permitirse el lujo de afearnos esta ficción: para ellos, nuestro viejo cine es nuevo, novísimo. Ellos, que recuerdan con la apenas perceptible saudade de las personas que tienen más kilómetros detrás que delante, son capaces de describir con una viveza extraordinaria la edad dorada de la industria cinematográfica en Chipiona. Cuando en un pequeño pueblo de veraneo convivían más de cuatro salas abiertas simultáneamente y a pleno rendimiento, ofertando cultura y espectáculo como jamás volvió a ocurrir a este lado del páramo andaluz. Lo que antes fue la sala más grande de la ciudad es hoy un solar que hace de aparcamiento en temporada alta y desocupado yerbódromo en temporada baja. Como en un retruécano de humor negro de los Coen uno se pregunta si no es esa imagen, per sé, la mejor fotografía de la cultura en la Chipiona del siglo XXI. 

El Cine Principal, última de las salas de proyecciones que quedó en pie en Chipiona con el amanecer de octubre rojo del nuevo siglo, fue descrito por Juan Luis Naval Molero en su blog como “un hito histórico” de la localidad: casi mil doscientas butacas en un espacio cubierto, dotado de cafetería y bar. Un prodigio de la industria cultural que, cuando se inauguró en los 60, figuraba en un pueblo que no llegaba a la mitad de la población con la que cuenta hoy. Aneja a este gigante se encontraba su adláter cinematográfico, arellanado sobre la avenida de Regla como Sancho Panza al lado de su Quijote: el Gran Cinema, fin de raza de los cines de verano en la ciudad que tiene al estío como blasón. El Gran Cinema también estuvo funcionando a la par que el Principal hasta que la guillotina del nuevo modelo económico se abatió sobre ellos. De un tajo, Internet y el cambio en el formato comercial de las proyecciones aniquilaron un negocio cuyo arraigo en Chipiona parecía incontestable en el último tercio del siglo XX. Molero lo sentencia, con esa resignación serena y aquilatada, algo trágica, sacada de un pasaje sofocleo: “Yo siempre digo que los negocios existen si hay demanda. Si no hay demanda, no hay nada, por mucho que queramos”.

El negocio del cine dejó de ser rentable en Chipiona mucho antes de su acta de defunción. Es la historia de siempre. El mundo viejo legándole a sus hijos un montón de chatarra inútil. En 2004 dejó de proyectar películas. Entre 2005 y 2006, adquirido ya el mítico edificio por el Ayuntamiento, se decidió derribar un espacio único en la ciudad sin que mediase proyecto urbanístico o gestión patrimonial alguna. Pero mucho antes, la viabilidad comercial del Cine Principal era ya un puro desiderátum: la cartelera, cada vez más, un canto a la obsolescencia; la aparición de nuevos multicines inscritos dentro de enormes y fastuosos centros comerciales en Sanlúcar, El Puerto o Jerez, condenaban al viejo cine de pueblo a ser un islote abandonado, un peñasco rocoso e inaccesible, para nada apetecible, en medio de un océano lleno de parques temáticos; y por encima de todo, Internet. Había cambiado la mentalidad del espectador, acostumbrado ya a la sencillez del clic instantáneo como forma de acceso a contenidos audiovisuales inimaginables desde la vetusta taquilla de los cines de la avenida de Regla. “Te bajas de Internet películas de plena de actualidad, y eso hace que cuando pones películas con uno o dos años de vigencia a la gente ya no le interesa. El propietario no puede comprar películas de rabiosa actualidad, que son las que más valen, para que luego la gente no vaya al cine. Y si iban poco y cuando iban querían películas “buenas”, entonces haces números y no te sale. El cine en Chipiona estaba condenado a desaparecer, como ha desaparecido en casi todos los pueblos de España”.

Cine Caballero005 Año 1

Cine Caballero-Foto del Blog del Cronista

El cronista oficial de Chipiona es un hombre que habla consciente de sus palabras, algo poco habitual en nuestros días. Sobre su cabeza de hombre de la Historia, entregado al estudio de lo que fuimos y al análisis de lo que podremos ser, no vuelan unicornios: “Yo siempre he dicho que ha sido un error garrafal tirar el último cine. Un error garrafal”. El remache es como una secuencia de planos detalles de algún western de Leone. La cámara enfatizando la mueca de Clint, dramatizando a golpe de bandurria. El destino comercial del último cine de Chipiona lo selló el mercado, inexorable cuando somete a juicio las actividades humanas. Los propietarios, los herederos de José Luis Ballester Fernández, se lo vendieron al Ayuntamiento de Chipiona por “un precio relativamente módico”. La venta, no obstante, estuvo precedida de una campaña mediática impulsada desde la alcaldesa  aquellos días, Dolores Reyes, y catalizada por la Asociación Cultural Caepionis, que ejerció una notable influencia en el cambio de parecer de los dueños: de la intención inicial de levantar un bloque de apartamentos en medio de la gran avenida turística de Chipiona se avinieron a un acuerdo con la administración local. Comenzó entonces a germinar la idea de transformar aquel edificio tan representativo para Chipiona en un centro multidisciplinar: un auditorio que fuese a la vez teatro, sala de proyecciones, espacio adecuado para la celebración de congresos y jornadas académicas, lugar de encuentro para artistas locales, museo y, en suma, núcleo de un intenso trabajo de creación y organización que pudiese sentar las bases de un eje económico para la Chipiona del futuro. Sin embargo, “ciertas cosas no deberían depender de la política” afirma con gesto cansado Juan Luis Naval Molero. Me recuerda al hermano de Ethan Edwards advirtiendo en el horizonte las señales de humo de los comanches. Con esto ocurrió lo que con el carro de todas las iniciativas inteligentes en esta ciudad: una multitud de manos invisibles salieron de la oscuridad para llenar sus ruedas de palos y obstáculos insalvables. El proyecto del Auditorio Rocío Jurado, cobertura oficial del proyecto de reciclaje cultural del viejo Cine Principal, quedó varado como una inmensa ballena gris en mitad de una ciénaga opaca que haría rechinar de gusto los dientes de Larra ante tamaña oportunidad de escribir uno de sus memorables artículos de costumbres españolas.

Lo que hoy es un solar en el corazón de la Chipiona señorial, decimonónica señora de veraneo, acogió antes la última etapa de una fabulosa batalla cultural. El arriba mencionado José Luis Ballester Fernández adquirió en 1959 un Teatro Principal que, pionero de la industria cultural en Chipiona, concentraba toda la actividad social de la juventud chipionera desde que José Cabo Montalbán lo fundase en 1946 en la esquina de la calle Isaac Peral con la del Padre Lerchundi. Muy pronto el cine sería algo más que una sala donde salía John Wayne matando apaches apoyando el revólver en una rodilla e hincando la otra en la tierra roja de Nuevo México, con esa pose inmortal con que John Ford nos introdujo América en la sangre. “La gente iba al cine, porque una vez que terminabas de trabajar a la hora que fuera, después de dar una vuelta por Chipiona, decías, “¿qué hago?” Era una forma de socialización, y también de culturizarte. Hoy, el cine toca temas de actualidad, normalmente, pero antes eran temas más históricos: western, películas de romanos, de la Segunda Guerra Mundial…en cierto modo, ibas aprendiendo. Muchas cosas de Historia las aprendí con el cine. Pasaba eso, la gente entraba en el cine por ese motivo. Eso también ha desaparecido”. Molero narra con brillo en su mirada aquel tiempo dorado en que el alcalde Amérigo Caballero abrió su Cine Avenida  con el único objeto de competir con la ferocidad de los indios de Ford con el Teatro Principal de los sucesores de Cabo Montalbán en el noblemente innoble arte de gestionar una sala de proyecciones. La guerra de precios era tan trabada entre ambos propietarios, tan genuina en su origen de reyerta personal (Amérigo Caballero había cerrado arbitrariamente el joven Teatro Principal y abierto su popular Cine “Caballero” mientras los Cabo-Sánchez Mellado se enfangaban en pleitos) que “la gente podía ir al cine casi de forma gratuita”. Al tiempo, otros cines como el Calatrava o el Cine Álvarez Quintero ocupaban su propio espacio dentro del panorama cultural y social en Chipiona, explotando modelos de gestión en los que convergían las salas de cine familiares, casi íntimas, con bares y ambigús que prolongaban sus veladas en verano quedando para siempre su recuerdo en la memoria de los chipioneros que gozaron de una ciudad más pujante.

La función social del cine, el acto de ir, socializar con los demás y ver a Gregory Peck con Anthony Quinn matando nazis en una isla griega, era consustancial al negocio. Parte indisoluble de él, también. Varias generaciones de chipioneros crecieron con la sugestión de militar en una comunidad dilatada de domingo en domingo; una manera de estar en el mundo con amigos, de cortejar y ser cortejado, de vivir la juventud. Esto hace al solar de la avenida de Regla, ese cráter que hiende Chipiona en mitad de su abigarrada muralla de chalets y apartamentos, más aún metáfora melancólica que ofensa urbanística. El paso del siglo XX al XXI despojó a Chipiona del territorio más libre, de aquel en donde puede construirse un relato. Puede que, como apunta Molero, “las bases en que se sutentaba el negocio del cine en Chipiona han caído, pero es algo que ocurre con la sociedad al completo. Ahora somos aún más individualistas”. Puede que el solar vacío, lleno de coches y huérfano de dramaturgias humanas, sea el cierre perfecto con el que fundir a negro una cinta que ya no da para mucho más.

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